Manuela salió muy temprano con rumbo desconocido. Se enfundó en unos pantalones de tela muy gruesa y color marrón llevando lo necesario para dormir una noche fuera de la casa o mejor aún, para regresar el mismo día. Estaba hecha un manojo de nervios desde hacía algo más de una semana, pero esta vez, trataba de disimularlo acariciando el pelo muy corto y ensortijado de la hermosa nieta que iba a su lado, ajena de todo lo que acontecía en el extraño mundo de los adultos. No tenía certeza alguna de los pormenores del viaje que emprendía, pero su corazón de madre llenaba su copa de regocijo con las pequeñas fulguraciones de una felicidad anticipada, nacidas de la esperanza repentina de que otra vez volvería a ver al hijo.
El conductor que la transportaba hablaba muy poco y hacía el menor movimiento posible. A ratos daba la sensación de que ella iba sola en aquel automóvil venido a menos y que prometía desarmarse al caer en la próxima grieta del asfalto. El chofer asignado para la misión de llevarla al encuentro, era de una delgadez tan extrema que rayaba en la desnutrición. Le relampagueaban unos ojos grandes y expresivos coloreados por una pigmentación amarillenta, como los ojos de los enfermos de cirrosis hepática. Tenía un mechón de canas que amenazaba teñirles los cabellos negros y una sonrisa que más que la boca, le llenaba la cara completamente. No llevaba arma y nada en el interior del vehículo llamaba a sospecha de que fuera un hombre entrenado para el combate como era normal en los Palmeros.
Solo dijo tres frases cortas en todo el tiempo que transcurrió desde que la recogió frente a la escalinata de la casa. Ya en las afueras de la capital apenas interrumpió aquel silencio que angustiosamente compartían, con la parquedad de una expresión:
— “No se preocupe, Señora”.
Diez minutos después de aquel primer acercamiento verbal redujo levemente la marcha accidentada del carro, volteó la cabeza hacia ella y dijo en tono más amigable:
“Mi doña, ya casi estamos llegando”.
En el último tramo del trayecto el conductor parecía una estatua de madera tallada en ébano negro, espiándola a través del espejito rectangular del retrovisor del viejo automóvil Impala, y cuando ella cruzó la vista con aquellos ojos con los que él la buscaba en el reflejo dijo lacónicamente:
—Misión cumplida, señora Germán. Al final de esta calle, en la casa azul y ventanas blancas que tiene una mata de cayenas rojas en el frente, está el objetivo. Dé tres golpes en la puerta y espere a que un hombre joven salga. Cuando él le abra usted entonces le dice que trae a la niña del muchacho. Tenga absoluta confianza no hay nada que temer, los que viven ahí son de los nuestros.
Manuela dio los tres toques del santo y seña acordado y transcurrieron unos segundos que para ella parecían interminables. Un mulato de mediana estatura que rondaba las tres décadas de edad abrió la puerta y se quedó bloqueando la entrada con su cuerpo escuálido, entre el borde de la puerta de madera rústica y el marco contiguo a la pared. Tenía el pelo recortado al raspe lo que dejaba ver una cicatriz como de tres pulgadas en la parte izquierda de la cabeza. No tenía camisa. Llevaba una franela sin mangas, que no estaba en orden, lo que daba a entender que había sido puesta de urgencia. Llevaba un pantalón negro con una costura realizada en hilo blanco sobre los bordes y el ruedo y unas sandalias de color marrón oscuro. Ella no lo conocía. Jamás lo había visto, pero él en cambio la reconoció inmediatamente y cuando se repuso de la sorpresa del toque en la puerta no fue necesario pedirle el código de entrada, pues le dijo con amabilidad manifiesta:
—Entre señora, esta también es su casa.
Manuela lo siguió como a dos pasos, dejándose llevar por el anfitrión. Atravesaron la salita muy pobre donde una foto de Juan Pablo Duarte y otra de Francis Caamaño vestido de civil eran las únicas prendas que vestían el desamparo de las paredes de cartón piedra. Luego pasaron al cuarto que servía de habitación principal que era igual de paupérrimo a la salita que lo precedía, hasta llegar al fondo, en donde la vivienda terminaba en un cuartito más pequeño que servía de cocina y fungía de refugio al mismo tiempo.
Al ver a su hijo, antes que el corazón se extasiara en la alegría de tan anhelado momento, ya las lágrimas habían hecho su aparición por el tiempo que tenía sin abrazarlo. No lo había visto en varios meses, así que comparaba la imagen que guardaba en el recuerdo con la presencia real de aquel muchacho que mostraba la pérdida de unas libras de peso y que se le veía vivaracho pero desmejorado. Ella había intentado verlo en decenas de ocasiones, pero siempre ocurría lo mismo. Al preguntar por él, las respuestas, aunque fuesen distintas, le dejaban el mismo mal sabor de boca:
“…Doña Manuela, Amaury está en un servicio en este momento… él salió ayer para el interior y no sabemos cuándo vuelve… Su muchacho está sustituyendo a unos compañeros que tuvieron una emergencia, pero le daremos su recado…nosotros le diremos que usted vino, en cuanto él regrese.”
Amaury estaba al fondo de aquel reducido espacio desdibujado y convertido en una sombra, entre el fogón de hierro fundido y los trastes que colgaban de la pared de la cocina. Tenía un libro de tapa roja en la mano y sostenía entre las piernas la ametralladora que lo había acompañado por casi un cuarto de vida. Se levantó del taburete donde descansaba mientras leía y se fundió con ella en un abrazo que parecía un diálogo de dos almas flageladas por los mismos azares de la adversidad y no la proximidad de dos cuerpos unidos por el cordón umbilical del amor y la sangre. Le besó el pelo amorosamente mientras caía en cuenta que aún no había pedido la bendición. La retiró de su cuerpo por unos segundos para verla enteramente tras los cristales gruesos que siempre llevaba y se dispuso a regresar a la realidad del encuentro tras el viaje vertiginoso del abrazo.
—La bendición mamá, dijo. Y ella entre sollozos balbuceó unas frases sueltas, de las que él, solo entendió:
“Dios te bendiga, hijo”.
Amaury había llegado algunas horas antes hasta la casa de aquel amigo solidario que se prestó para que él pudiera ver a la madre. Sorteó con mucha precaución una hilera de arbustos y matas de uvas de playas. Caminó unos kilómetros cerca de las rocas, próximo a la orilla de la playa y siguió el trillo que iba desde la primera boca del balneario hasta donde comienzan los negocios para los turistas, en las inmediaciones de las casas del poblado de Andrés, Boca Chica. Iba solo como era lo usual en la última década de su vida y se guiaba más por el instinto que por las señas del camino. Desde hacía unos meses corría de un lado a otro evadiendo con tenacidad las persecuciones y tratando a toda costa de salvaguardar la seguridad de aquellos que le daban albergue. Por eso transitaba por la vida con el equipaje mínimo de una sola ropa, un libro y un arma que era su ángel de la guarda y compañero de lucha. Lucía impecable con su simple camisa a cuadros, de dos bolsillos y mangas cortas; su pantalón caqui y unas botas negras, aunque eran las únicas prendas de vestir que había usado por semanas enteras. Acusaba un leve cojear de la pierna derecha que era imperceptible para quienes lo trataban esporádicamente. Solo Manuela caía en cuenta de su pequeña molestia para caminar, que era fruto de una herida de bala en la cabecera del muslo. Amaury había vivido al límite de los peligros desde que era un muchacho caminando siempre encima de la navaja, donde cada paso puede ser el último. Pero aquella aureola de triunfo ante las garras de los muchos peligros que había enfrentado no era un desprecio por la vida que arriesgaba segundo a segundo, sino un acto continuo y total de su ejercicio por la libertad.
— No quiero que sufras, vieja. Dijo a bocajarro y ella se entristeció adivinando en la expresión el dolor de las palabras que vendrían. Usted sabe que esto es definitivo, que en esta lucha no hay lugar para los tibios y que hay que dar la cara para siempre, no por mí ni por usted sino por todos los otros, incluyendo a los que me persiguen.
—Lo sé, mi hijo. Lo sé muy bien, —dijo Manuela tragando una saliva amarga que no quería cruzarle por la garganta.
—Te entiendo y te apoyo. Siempre estaré de tu lado hasta el final de tu vida o hasta el fin de la mía. No es necesario verte a menudo en estos momentos tan graves —le dijo. —Lo que si necesito para seguir viviendo es tener la certeza de que tú estás bien. Con eso se me aligera el dolor que me está consumiendo.
Lo volvió a abrazar intentando retenerlo dentro de su cuerpo como cuando él aún no salía de su vientre, palpitando dentro de sus entrañas, alimentándolo con su propia respiración y su flujo de sangre.
Amaury dijo para sí mismo, lo que manuela pensó que decía para ella:
— “El enemigo es cruel en extremo no tanto por maldad sino por miedo. Ni culpo ni les guardo rencor a esos guardias rasos, conscriptos recién salidos del centro de entrenamiento que me atosigan a diario. Ellos no son otra cosa que carne de cañón, no conocen el origen de esta lucha ni pueden imaginar el desenlace. Cumplen las órdenes de Nivar, pero este a su vez las cumple del Doctor, mientras que Balaguer obedece a los mensajes de la embajada, y así, un eslabón se une a otro en una cadena de atropellos contra todos los pueblos que han enfrentado a los tiranos de siempre. Desde aquella mañana del asalto al banco de Canadá mi vida y la de los otros tiene un precio pírrico pero que le será oneroso pagarlo” …
“Han puesto mi cara y la de Ulises, la de Bienvenido y la de Virgilio en una oferta pública por nuestras vidas dando como recompensas unos centavos para quien delate al grupo o dé señales ciertas de dónde pueden encontrarnos. Pero eso no le servirá de mucho. Aunque estamos infiltrados de traidores, el que ve nuestros ojos en la foto que han desplegado sabe que lo menos que puede pasarle a quien nos busque es encontrar de frente la fuerza de la razón y el amor a la patria. Aunque estemos en la hora final de una contienda dispar van a matar a unos hombres que nunca han escuchado el repique de un tambor de retirada.”
Manuela se le ha abrazado nuevamente desarmada en la desolación más corrosiva y en medio del espanto de lo que significan aquellas palabras que parecen presagiar la despedida.
—Quizás aún estemos a tiempo de poder hacer algo para cambiar el rumbo tenebroso que llevan las cosas –le argumenta, mientras reúne fuerzas para no derrumbarse. –A lo mejor no lo percibimos, pero existe otra salida… armar una posible tregua de último momento en lo que llega más ayuda para ustedes… salir del país antes de que éste se les convierta en una tumba y puedan regresar cuando las cosas estén más tranquilas.
Amaury ha colocado el libro y la ametralladora dentro del morral que se ha colgado en la espalda. Sabe de antemano de la intensidad del peligro que enfrenta al durar mucho tiempo en el mismo lugar. En caso de que llegara una patrulla de las que constantemente lo persiguen tanto su madre como la niña y el amigo que ha prestado la vivienda para el encuentro correrían un riesgo innecesario. Entiende que llegó el momento de partir, que tiene que marcharse dejando a medio resolver tantas cosas íntimas con su madre. Le duele hasta los tuétanos aquella despedida que desmantela su alegría, pero la sabe urgentemente necesaria, por la seguridad de su madre y por el éxito de la causa.
La abraza otra vez y la besa con una ternura que sobrepasa lo tenso del momento, como si ese sentimiento no formara parte de aquellas dos horas que la vida le ha dado de regalo.
—No se preocupe vieja, acota con una serenidad pasmosa, puede estar segura que esos guardias no matarán a su hijo.
Manuela llora sin ruido como lo ha hecho tantas veces desde 1965. Contiene las lágrimas para no mostrar una debilidad de madre que la corroe, porque su caída emocional pudiera afectar el estado de ánimo del hijo.
Amaury le acaricia la cabeza con una profunda ternura, le toma la barbilla con la mano derecha y le dice, como si fuera una sentencia:
–Mi vida no vale cinco centavos, vieja, pero la de ellos vale menos. Mientras yo sé realmente por lo que voy a morirme, ellos todavía no saben porque quieren matarme.
El mulato que sirvió de anfitrión salió hasta la puerta al igual que como lo hizo al principio. Cuando estuvo seguro de que nada comprometería la salida de aquel invitado, hizo una seña con un movimiento rápido del cuello y la cabeza. Amaury aceleró la marcha y se internó de nuevo en el trillo que sale del poblado en dirección a la playa. Manuela también se marchó. Salió hasta el portal para mirarlo otra vez y destrozada, pero erguida, le persigna en el aire, dándole quizás la última bendición que reclamaba el hijo.
Amaury mira a la madre a lo lejos y se detiene por un momento frente a la orilla de espejo líquido que serpentea ante sus ojos. Mirando el mar era imposible para él, no pensar en los otros. En las vidas que se quedaron a mitad del camino, anónimos y humildes sin otra búsqueda que no fuera la felicidad ajena, sin otro bien que ofrendar que el cuerpo caliente y la sangre fraterna, la frente alta para enfrentar a las metrallas, el llanto puntual que llegaba hasta las mismas bocas de las trincheras improvisadas. Amaury mira hacia el azul que empieza a ennegrecerse en la distancia, y recobra los ojos de Capocci, las manos de Fernández Domínguez, la pasión de Juan Miguel Román, el coraje de Euclides…
Cómo no iba a recordar a René del Risco, el amoroso poeta que de su boca caían las palabras como lluvia sobre el cabello de los mártires. Aún retiene la voz del poeta y amigo:
“Compañeras, estoy pensando que morir nada nos cuesta, que puede un golpe de plomo igual que un golpe de seda romper tu pecho y el mío esta noche, compañeras” … René lo vio con claridad pasmosa, ellas eran el motor de aquella lucha, la semilla sembrada con regocijo y esperanza, el recipiente de la luz que se desbordaba en jirones de heroísmo. Hilda Gautreaux, Yolanda Guzmán, Emma Tavárez, Piky Lora, Aniana, Venecia, Edith, Fiume, Milagros, Elvira, Gisela, La China. Ellas eran mujeres y banderas, flor y candil para la larga noche del dolor de los humillados. Pero ahora ellas están lejos, sus manos están en otra primavera, todos se desdibujan bajo los astros, diseminados en un rompecabezas macabro que esparce las huellas del pasado y no deja que se reencuentren.
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