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Persiguiendo la luz, 12 de enero, 1972, 3 a.m.

Updated: Jan 11, 2023


El timbre del teléfono rompió la quietud de la madrugada y se mantuvo repiqueteando insistentemente por unos minutos. El sonido se apagó por un breve espacio de tiempo y volvió a resonar. La mano algo nerviosa de Manuela se alargó desde la posición en que estaba y no lo dejó continuar. Lo levantó con un cierto desánimo. Dudó entre si responder la llamada o solo escuchar a quien fuera el interlocutor que estuviera al otro lado del aparato. No quería escuchar a nadie que no fuera a su hijo.

Cualquier llamada a esa hora era sin dudas una mensajera de pésimas noticias. Colocó el aparato en su lugar apenas un segundo después de haber levantado el auricular. La persona que estuviera tratando de hablarle no lo haría al azar sino empujada por alguna razón apremiante y en ese momento todo lo que sucedía en torno a su vida era de una importancia definitiva.

“¡Debe de ser un calié!”

Dijo en voz alta traduciendo en esas cinco palabras un pensamiento que la atosigaba muy a menudo. La rabia que se había unido a la impotencia de no poder ayudar a los muchachos, había hecho un nido en el centro de su cabeza, y eso le entorpecía la claridad de las ideas y pensar con la tranquilidad necesaria.

Se fue hasta la cocina a preparar una infusión de limoncillo, tilo y canela para ver si tisana de aquellas hierbas le componía el estómago y el cuerpo. Se sentó en la mecedora para ver si el ritmo del mueble sobre los balances la mareaba con su movimiento y así le volviera un poco de sueño. Los ojos se iban cerrando lentamente adormecida por el efecto sedante de la infusión que había tomado, cuando el sonido del teléfono volvió a martillear el silencio de la noche. Ahora estaba decidida a levantarlo, aunque con ello corriera el riesgo de confirmar que estaba en casa y facilitar la trama para el posible allanamiento de la policía.

La persecución de Los Palmeros en aquellos últimos días había sido tan implacable como violenta. No solo querían apresarlos como grupo, sino que como forma de presionarlos para que se entregaran, la vorágine de violencia desatada se llevaba también en sus tentáculos a los amigos de infancia. Igual sucedía con las amigas de las esposas de los comprometidos con el Movimiento, con los tíos más cercanos, con algunas de las madres más jóvenes, o con cualquier otra vida que, por su vinculación afectiva con el grupo, el encarcelamiento de los mismos pudiera debilitar el temple de los guerrilleros y lograr que se entregaran sin ofrecer resistencia. Durante todo el día anterior, la programación de la televisión oficial traía la foto de los cuatro compañeros, en donde constaba una oferta de recompensa por toda información que facilitara su captura.

A pesar de lo avanzada de la noche, encendió la televisión con la esperanza de encontrar buenas nuevas sobre la vida de los muchachos y se quedó en el noticiario que a cada hora se repetía para los noctámbulos. Manuela miraba con horror el cartel amenazante que llenaba la pantalla. Debajo de los rostros serenos de los cuatro jóvenes, habían colgado el rótulo que decía SE BUSCA, escrito en letras mayúsculas y de un tamaño desproporcionado, como para con ello abrir el apetito insaciable de los perseguidores de prebendas.

— ¡Buenas noches!, ¿con quién desea hablar?

Musitó Manuela, ahora completamente despierta y decidida a escuchar lo peor.

—Prepárate, ten todo listo, que paso a buscarte en una hora, por favor, no llames a nadie, le respondieron.

Era la voz angustiada pero inconfundible de su nuera. Estaba tan atribulada por los acontecimientos que se precipitaban como la misma Manuela, pero con algo más de serenidad, al menos en apariencia. Eran dos mujeres que la vida había zarandeado con saña desde las mismas raíces del dolor que compartían; sin embargo, los mismos azares curtían su valentía y arrojo, hasta templar sus cuerpos, que a ratos parecían inmunes ante cualquier tragedia. La madre que nunca había claudicado se abrazaba por completo a la lucha de aquella esposa que su hijo, al escogerla como compañera la había convertido en otra hija.

Eran casi las dos de la madrugada de aquella noche terriblemente interminable. La guagüita que vino a recogerla era conducida por Sagrada y con ella también venía de copiloto Carmen Rita que era una amiga leal que se sumaba entusiasta, como prueba de un amor desprendido y verdadero ante la enorme tempestad que ya se avizoraba.

Quince minutos más tarde de aquella llamada, las tres mujeres habían llegado a la avenida Máximo Gómez esquina avenida San Martin, y entraron con determinación en la cabina de Radio Mil, que estaba al fondo del edificio que albergaba la estación de comunicación radial.

—¡Los van a matar! ¡Escúcheme bien!, ¡Los van a matar a todos, carajo y nadie hace nada! – Le espetó Manuela al locutor obeso con cara de bonachón que madrugaba solitario en la cabina, preparando el resumen de los avances de noticias.

–¡Dígaselo al país, hable, dígaselo a la gente! – agregó. Y se abrazó a

Sagrada evitando así desmoronarse delante de aquel periodista anonadado que cubría el turno inicial de la emisora y que a todas luces se notaba que no estaba enterado del asunto.

Hecha la denuncia y puesta en alerta a la prensa, que de seguro se encargaría de hacer lo mismo con la población, salieron de allí en dirección a la Autopista Las Américas.

Las luces incipientes de la mañana aún estaban lejanas y difusas. Tres pares de ojos auscultaban desde las ventanillas del vehículo en marcha, la orilla de una carretera que lucía desolada bajo el manto sombrío de una noche, que apenas tenía un levísimo fulgor de luna.

El Mar Caribe se estrellaba con fuerzas contra los arrecifes en una azul intranquilidad de aguas y espumas. A veces, un animal sin dueño que despistado cruzaba al otro lado de la autopista, se transformaba por unos escasos segundos en una imaginaria emboscada, atemorizando de forma momentánea a las tres almas desafiantes que se arriesgaban en aquella travesía. Luego se imponía la compostura, regresaba la calma perdida y todo volvía a la misma angustia primigenia que motivaba el viaje.

Cuando arribaban a la altura del kilómetro trece, dos guardias que conformaban un retén adormecido, dieron la orden de alto, pero Sagrada pisó el acelerador sorpresivamente dejándolos estupefactos con los fusiles en ristre, perplejos ante la duda de si disparar a la parte trasera del automóvil o dejar que el próximo puesto de vigilancia se encargara de aquellas tres mujeres que viajaban como enloquecidas. A lo lejos se desteñían los celajes del cerco militar bajo el claroscuro de la madrugada que se negaba a marcharse.

Llegaron hasta la planicie que se anteponía al refugio de los combatientes a una distancia de quinientos metros. Un haz de esperanza se refugió por unos momentos en el alma de Manuela, aprovechando aquella calma que poco a poco se convertía en un silencio angustiante. Un silencio que sin embargo se transformaba en estruendo en la mente de la madre y en el corazón resquebrajado de la esposa. Un silencio que hería con su quietud, que se palpaba en el ambiente como si fuera una cosa imprecisa y a la vez tangible. Nadie había disparado aún desde ninguno de los flancos. No se había escuchado ninguna imprecación que llamara al comando guerrillero a que se rindiera, ni siquiera una sola voz que rompiera aquel falso sosiego de un centenar de sombras.

Manuela trató de darse ánimo en aquellos momentos en que la aprisionaba el desvalimiento y la indigencia de fuerzas. Quería pensar que ambos bandos estaban negociando una tregua que retrasara las cosas, aunque sabía que su hijo no era hombre de dejar ninguna cosa a medias. Quizás, pensaba, le han ofrecido que se marchen todos al exilio para dejar al gobierno tranquilo, imaginó. Pero ella misma le dio la respuesta a aquella simple conjetura, recordando las palabras de Amaury en su último encuentro:

— «Yo no me voy a Cuba, ni a Panamá ni a ninguna parte. Yo nací aquí, luché aquí y si han de matarme, será junto a los míos…»

Había transcurrido una eternidad en aquellas dos horas de calma frente a la casa donde se habían refugiado los muchachos. La angustia creciente se apoderaba del alma de Manuela, la incertidumbre corroía los nervios de Sagrada y la ansiedad se instalaba en la imaginación que quemaba la mente de Carmen Rita. Con la llegada del alba los antiguos promontorios de negruras empezaban a tener caras propias, los uniformes recobraban detalles precisos, la realidad presentaba su cara de horror con rangos y medallas, quepis, gafas oscuras y armamentos.

La luz de las primeras horas de aquella mañana del miércoles doce de enero de 1972, delineó los contornos de hierro de los carros de asaltos y de las ametralladoras empotradas en la parte superior de los vehículos militares. Un nuevo pandemonio esgrimía las garras y las fauces desde los tanques colocados a trecientos metros de distancia, en las avionetas que se sumaban desde el espacio al ataque feroz que ya se anticipaba. Manuela quería llorar, pero no sabía cómo hacer aquel acto de tan simple humanidad. No llegaban las lágrimas que al parecer se reservaban para la proximidad de la aniquilación, solo estaba presente aquel dolor agudo, que subía desde el estómago, percutía en los rincones del pecho y se alojaba muy dentro de las sienes para ya no salir de ahí por muchos años.

El sonido entrecortado de un radio de ondas cortas rasgó con su chirrido cacofónico lo poco que le quedaba de sigilo a la madrugada. Debajo de un quepis de guardia adornado con ramos de laurel y barras de plata, unos lentes negros cubrían la maldad ilimitada de unos ojos perversos que disfrutaban la llegada de la parca.

— ¡Entendido, general, pierda cuidado… señor…así se hará!! Se escuchó una voz con exacerbada pleitesía.

Era un tañido aflautado modulando en la lisonja una sumisión desmedida. Cuando verificó que nadie estaba escuchando al otro lado de la radio, cambió drásticamente el metal de la voz para transmitir con cierta autoridad militar el mensaje que había recibido.

De pronto, la rabia de la pólvora rompió la falsa quietud de la mañana. Las descargas de decenas de ametralladoras y el fuego incesante de muchos morteros, desvencijaban por completo las paredes de la casa. Una brevísima pausa fue la invitación para que se sumaran los fusiles «Fal» y decenas de carabinas, mientras los fusiles M-1 y los revólveres, se descargaban en un rítmico tiro a tiro, letal e inaudible ante las explosiones mayores de las otras armas.

Una mano levantada llamó a la calma repasando el desenlace de aquella primera acometida ferozmente desordenada. El coronel miró a su alrededor buscando algún rastro de vida para seguir disparando. Se detuvo en el rayo de sol que se reflejaba sobre el brillo de sus zapatos de charol muy negro, siguió auscultándose hacia arriba, asegurándose de que su impecable uniforme no había recibido ni siquiera unas gotas de sudor en aquel calor que prometía la mañana. Observó el resultado preliminar del ataque con unos prismáticos antiguos, del mismo color del jeep que lo había conducido hasta aquel lugar, se acomodó con aire triunfal las gafas, como un preámbulo teatral y luego repitió la orden que había escuchado minutos antes:

— ¡Terminen con esto!, ¡Él, no quiere ni uno vivo!



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